Cuando volví aquella noche a la habitación, el incendio ya había empezado. Entré en un último intento suicida de salvar tu recuerdo en el queroseno desprendido del tiempo cuando se acaba y ha reducido la esperanza a un montón de cenizas de realidad; vi las llamas de color carmín que llegaban al techo, por todas partes los restos del cadáver de una memoria que tocaba a su fin, allí tus piernas retorcidas, aquí tus manos abiertas, ahí tus cejas levantadas y tus ojos admirando mi patético acto de heroicidad, el único de toda mi vida: ver cómo te quemabas y dejar que ocurriera, resignarme a verte calcinarte sin apartar la mirada, esperar mientras ardías durante minutos, horas, días, tú y yo inmóviles y con los ojos fijos, esperando el final de nuestra última función.
Al final los dos nos reímos. Empezamos con una sonrisa y los segundos dieron a luz una risa débil que volvió en carcajada, y al poco los dos estábamos por los suelos, con el dolor en las costillas atrofiadas de tanta seriedad, de tanto drama. Los ojos convertidos en una mueca de payaso, empecé a golpear el suelo con un puño, y tu recuerdo crujió como la leña. Nos levantamos cogiéndonos de las manos pero no las noté: había olvidado tu piel. Te miré a los labios y el color había desaparecido, y tus ojos se apagaban a falta de algo mejor, a falta de una mejor forma de olvidarlos. Volviste a crujir, y nos dijimos adiós, sonriendo con todo el cuerpo. Por última vez te cogí la mano, me incliné y la besé; bajo mis labios, tu piel se volvió ceniza y se coló por entre mis dedos como un puñado de arena. Cerraste los ojos y toda tú fuiste nube de humo y nada.
Cerré la puerta de la habitación desde el pasillo. Había cumplido mi pena y empezaba a olvidar cuál era mi crimen. Con la sonrisa aún colgando y un sabor de olvido y azúcar en los labios, abrí la puerta del ascensor y miré abajo. Luego, entré.
|
It's burning outside |
Bacelona, 30 de octubre de 2011