Hay una cosa a la que es necesario que te acostumbres, y es a leer todos los días (como un breviario) alguna cosa buena. A la larga penetra [...]. Nadie es original en el estricto sentido de la palabra. El talento, como la vida, se transmite por infusión, y hay que vivir en un ambiente noble, adoptar el espíritu de sociedad de los maestros. No hay nada malo en estudiar a fondo a un escritor con un genio totalmente diferente al que uno tiene, así no puede imitarlo.

Gustave Flaubert a Louise Colet, 7 de junio de 1853.

Epitafio

Gracias a los lectores,
a Lorraine
y a Cortázar.



Barcelona, 30 de enero de 2011 - 30 de octubre de 2011

Último acto

Cuando volví aquella noche a la habitación, el incendio ya había empezado. Entré en un último intento suicida de salvar tu recuerdo en el queroseno desprendido del tiempo cuando se acaba y ha reducido la esperanza a un montón de cenizas de realidad; vi las llamas de color carmín que llegaban al techo, por todas partes los restos del cadáver de una memoria que tocaba a su fin, allí tus piernas retorcidas, aquí tus manos abiertas, ahí tus cejas levantadas y tus ojos admirando mi patético acto de heroicidad, el único de toda mi vida: ver cómo te quemabas y dejar que ocurriera, resignarme a verte calcinarte sin apartar la mirada, esperar mientras ardías durante minutos, horas, días, tú y yo inmóviles y  con los ojos fijos, esperando el final de nuestra última función.
Al final los dos nos reímos. Empezamos con una sonrisa y los segundos dieron a luz una risa débil que volvió en carcajada, y al poco los dos estábamos por los suelos, con el dolor en las costillas atrofiadas de tanta seriedad, de tanto drama. Los ojos convertidos en una mueca de payaso, empecé a golpear el suelo con un puño, y tu recuerdo crujió como la leña. Nos levantamos cogiéndonos de las manos pero no las noté: había olvidado tu piel. Te miré a los labios y el color había desaparecido, y tus ojos se apagaban a falta de algo mejor, a falta de una mejor forma de olvidarlos. Volviste a crujir, y nos dijimos adiós, sonriendo con todo el cuerpo. Por última vez te cogí la mano, me incliné y la besé; bajo mis labios, tu piel se volvió ceniza y se coló por entre mis dedos como un puñado de arena. Cerraste los ojos y toda tú fuiste nube de humo y nada.
Cerré la puerta de la habitación desde el pasillo. Había cumplido mi pena y empezaba a olvidar cuál era mi crimen. Con la sonrisa aún colgando y un sabor de olvido y azúcar en los labios, abrí la puerta del ascensor y miré abajo. Luego, entré.

It's burning outside
 Bacelona, 30 de octubre de 2011