Ayer me fui a olvidarte. Salí de la habitación de traje y corbata, con los zapatos secos y media sonrisa, y en el bolsillo unos billetes arrugados con dos gotas de perfume; bajé las escaleras y entré en el bar, vacío, que me recordaba a ese con el que de vez en cuando sueño.
El camarero vestía de impecable negro, silbaba un solo de Coltrane y frotaba una copa con un trapo color crema. Me senté en el taburete frente a él y con la barra de frontera le pedí algo para olvidar. No recuerdo qué me puso.
Malgasté con esa copa mi primer billete; mi segundo lo invertí en una bebida con tu nombre que ni siquiera sabía que existiera – así de fuertes eran mis susurros esa noche -, y el tercero lo perdí apostando conmigo mismo en las carreras de caballos que eran tus instantáneas: tú junto al río, junto a la ventana, junto a un reflejo de cualquiera de nuestras palabras; tú en la cama, con una sábana de humo perfilándote las caderas, los brazos, la nuca. Yo aposté por ‘Tú entre las amapolas’, pero ganó ‘Tú bajo la sábana de humo’: nunca te llevé a ver amapolas. Pagué mi deuda con una última copa de Martini y te vi en el poso del alcohol, en otra instantánea: tú volviéndote un punto, atravesando el horizonte que nadaba entre mis lágrimas, muriendo de mis ojos pero no de mí; no, jamás, del todo.