Hay una cosa a la que es necesario que te acostumbres, y es a leer todos los días (como un breviario) alguna cosa buena. A la larga penetra [...]. Nadie es original en el estricto sentido de la palabra. El talento, como la vida, se transmite por infusión, y hay que vivir en un ambiente noble, adoptar el espíritu de sociedad de los maestros. No hay nada malo en estudiar a fondo a un escritor con un genio totalmente diferente al que uno tiene, así no puede imitarlo.

Gustave Flaubert a Louise Colet, 7 de junio de 1853.

Hemorragia

Aquí todos los recuerdos son más fáciles, me naces de la memoria como una hemorragia, me sangras y me caes en gotas dentro de la copa. Bajo mis pies mancha de algún momento, en mi espalda un charco de cuando sonreías y apartabas la mirada, no era una sonrisa de verdad, a mí sólo me sonreías como se sonríe al cruzar una calle, sonreír no porque sí pero por qué no.
¿Nos amamos? Seguramente no, seguramente había momentos de lástima suprema, de un altruismo más egoísta, y de dejarnos caer, casi siempre tú, deslizándote en la nada hasta venir encima de mí. No nos gustaba el café, pero juntos lo bebíamos hipócritas, no a nosotros que ya lo sabíamos todo (o creíamos) del otro, ni a los demás que bien poco nos importaban. Quizá todo era eso, el vacío, y salir del vacío, y esa mentira de ser nosotros algo, de no ser vacío también.
Una salpicadura: la noche en un hotel de Montmartre, la corona de espinas, la pasión como el café, que no nos creíamos pero estaba, por aceptación, por resignación, porque si había algo no tan poco peor no lo sabíamos ni tampoco lo buscábamos. Nos despertaron los truenos (a más de una milla de nuestra ciudad siempre tronaba), y estábamos allí por estar, sin hacer mucho pero sin hacer poco, sólo haciendo. Eso éramos nosotros: un haciendo, un dejar pasar las cosas y los minutos y un perro gris y empapado que cruza la calle.
Curioso que vine aquí a olvidarte y sin embargo (o con embargo) te recuerdo, y tengo las manos sangradas de cuando te acariciaba la espalda, la curva de la espalda, tus hombros, tu nuca, el pelo, luego nada, luego me meto bajo la ducha, bajo el agua helada, y dejo que me limpie de ti.
Blood Rose
Diane Morgan
Barcelona, 25 de junio de 2011

Muerte en azul

Me despertó el final de una pesadilla, de esos de cerrar los ojos y que-sea-lo-que-dios-quiera, de girar la cabeza para no ver nada, para salir; luego, despierto, el recuerdo del sueño, con esa aridez y ese estremecimiento muerto sobre la madrugada, me llevó a ti.
Eras tú, pero no tú al final, un poco antes. Eras tú en los albores de un tiempo de creernos tan importantes que sabíamos que nada importaba, definitivamente tú con toda tu anterioridad y tus medias y tu liguero negros, mordiendo el aire como quien muerde una manzana, como quien
(y después lo hacías, siempre lo acababas haciendo) me muerde a mí, y eras pura pasividad, simplemente te dejabas ser, y yo te dejaba existir más allá del jazz y de las copas con un hielo derretido y cadáver de ginebra, más allá de Coleman y de Barthes, porque entonces sólo hacías falta tú en tu caída, salto mortal desde un solo de saxo, mordiéndome el hombro como quien muerde
(el aire) una manzana, y por debajo, siempre por debajo, la conciencia de una muerte color azul que se acercaba, pero eran tiempos en los que ni morir importaba y desafiábamos a la muerte azul con nuestro juego, y detrás de ti Coleman tan swing, y yo te acariciaba la forma, el perfil de la sombra en una lenta improvisación, y luego todo, te lo entregaba todo y tú lo recibías con las manos abiertas y un suspiro, y todo acababa
(porque al final acababa) con un olvido frenético, un besarte la nuca y un temblor de certeza en azul, mientras que Coleman se apagaba como se apaga un fuego, tan rojo, y todo se perdía en un cerrar de ojos.
Une masque
Barcelona, 15 de junio de 2011

El espejo

Había dos hombres ante el espejo. Cada uno en su habitación, ocultos casi siempre de la inquietante existencia del otro, y perdido cada uno en el de allí intentando encontrarse a sí mismo. Había minutos de los dos que se escapaban con los ojos fijos en esa mirada triste, esos ojos grises que ya no eran verdes y en las piedras de jade de sus propios universos se respiraba una sublime miseria, una peste a decadencia de sudor y saliva. Cruzaban puentes sin verlos, sin dejar de mirar abajo porque delante ya no veían nada y es que quizá ya no había nada que ver, y cuando de vez en cuando se tocaban sentían que colisionaban en el ser el uno y el ser el otro por un momento eterno de juicio final, solo que no era tan final, sino siempre el penúltimo.
Había dos hombres ante el espejo, frente a frente. Uno soy yo, al otro no lo conozco.
mirror ball #4
 Craig Stephens
Barcelona, 12 de junio de 2011