Durmiendo al raso vimos cómo se quemaba el cielo, y las cenizas nos dejaron otra vez a oscuras. Cada bocanada de aire era una tormenta de arena que nos enterraba, cada grito un trueno que se llevaba por delante las palabras y nos prohibía expresamente saber de qué demonios estábamos hablando.
Por fortuna siempre fuimos desobedientes deliberados, y una vez libres de tormenta nos susurrábamos lo que queríamos decir. Creamos un lenguaje secreto, donde las caricias en lugares secretos eran mensajes secretos. Y lo mejor, que no importó el día que olvidamos el código y no sabíamos descifrar, porque sólo seguíamos hablándonos así, en nuestra lengua, en nuestras manos.
Barcelona, 18 de septiembre de 2011
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