Eres… No, no eres. Le falta un mundo a la esencia para alcanzarte. Nada de ser. Y tampoco es que existas, la existencia se te queda chica. Es decir, yo sé que estás, pero no me imagino cuánto. Te veo a pedazos por todas partes: en un gesto (pero no, hablas diferente), en un paso (pero tú no llevarías eso), en una mirada (pero no son tus ojos). Y es así, existes tanto que ya no existes; existes aquí y allá, pero no en alguna parte.
Quizá es que falten verbos. Somos – todos, los hombres – tan idiotas que jamás imaginamos que pasaría. Que pasarías. Y nos quedamos cortos, nos dejamos por el camino palabras que creamos y luego entendimos innecesarias. Entendimos, pues vaya entendimiento. Para qué tanto entender cuando lo de verdad no puede entenderse.
Puede que seas (y que no sirva ese ‘ser’ de precedente, lo digo porque no me queda otra) un problema para el mundo; que compitas con el universo en presencia y esencia, con la realidad en existencia. Que como la realidad no existe, sino que las cosas existen en ella, también las cosas existen en ti: tus gestos, tus pasos, tu mirada. Las palabras. Los hombres nos quedamos cortos de palabras y de sentimientos y ahí vienes tú no sé si a dárnoslos o a echarnos todo en cara.
Aunque debo admitir que como premio a nuestra incompetencia Dios, o el Universo, o la Vida, o Lo-Que-Sea, se ha superado. Tanto eres (repito, ‘eres’ a falta de algo mejor) que siento como una injusticia de mi parte el siquiera habérteme aparecido.
Barcelona, 21 de febrero de 2011
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