Hay una cosa a la que es necesario que te acostumbres, y es a leer todos los días (como un breviario) alguna cosa buena. A la larga penetra [...]. Nadie es original en el estricto sentido de la palabra. El talento, como la vida, se transmite por infusión, y hay que vivir en un ambiente noble, adoptar el espíritu de sociedad de los maestros. No hay nada malo en estudiar a fondo a un escritor con un genio totalmente diferente al que uno tiene, así no puede imitarlo.

Gustave Flaubert a Louise Colet, 7 de junio de 1853.

El regalo de las brujas

Lejos, muy lejos de todo. Lejos de la luz, de la esperanza, de la libertad, en un lugar maldito en el que sólo existe oscuridad y distancia y un hedor a humedad que me llena la boca cuando lo respiro, lejos de los sueños y cumpliendo mis pesadillas despierto. A mi alrededor, todos los fantasmas que me acarician la nuca al pasar, mis demonios que me rozan con sus uñas largas y frías. Estoy desnudo; hoy sólo me viste la tiniebla.
Suena un violín roto, una cuerda desafinada que se aleja y retumba en las paredes de este otro mundo que no quiero que exista, pero que es el único que existe ahora que todo lo demás ha muerto. Huele a cadáver, a carne podrida y a vejez, y cada poro de mi piel se envenena, se nutre de la muerte que me rodea y no me deja morir, me obliga a seguir vivo sólo para vivir toda esa muerte, para que esos fantasmas me atraviesen como si quisieran penetrarme, y poco a poco lo hacen, poco a poco me poseen y me siento como si algo me abriera la carne desde dentro, como si una lepra oscura me devorara y me vomitara y mis trozos fueran cayendo al suelo, y ahora un charco de mi sangre, ahora un pantano de mis restos, de mi yo más líquido, y ya huelo mis entrañas y esos fantasmas me hacen ver todas esas formas de matarme que han preparado para mí y sólo para mí, para que yo las sufra como su mayor regalo, para que vea esas agujas clavadas en mis ojos como si fuera un muñeco de vudú, y me retuerzo en el suelo, me revuelvo en mi deshecho, y no sé si hay más sangre dentro o fuera de mí.
Aprieto los dientes y me caen de la boca como trozos de un caramelo amargo; el violín roto que ya se había ido ahora corre hacia mí, chirría en mis oidos, en mi cabeza, desde dentro de mi cerebro. Me tapo los oídos, pero no sirve de nada porque el violinista ya me ha poseído; se derriten mis manos, crujen mis huesos y en todas partes siento una muerte intensa, que ahoga, que me arranca la piel a tiras y el alma a pedazos, corta con un bisturí oxidado cada centímetro de mis venas.
Y de golpe todo se detiene. Estoy aún en ese lugar oscuro, lejos de todo menos del miedo, y estoy de pie y completo y sin más dolor que el eco de mi pesadilla viva. Hay un fantasma que pasa por mi lado y me acaricia la mejilla, y lo entiendo: es su mayor regalo, su inevitable sufrimiento, una terrible tortura en gesto de buena voluntad. Ahora, por fin, sé lo que es seguir vivo.

Barcelona, 1 de noviembre de 2012

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